El torreón

Llegaron exhaustos de tanto pedalear. Los cuatro desmontaron de sus bicicletas y las arrojaron a los matorrales, como si ya hubieran cumplido su función y ahora solo fueran hierros inservibles. No se miraban. Tampoco hablaban. Dejaron que la vegetación continuase con su música, y que el mar de fondo adornara el misterio que sobre ellos se cernía.

Se quedaron plantados largo rato. No les importaba el barro que hundía sus zapatillas ni el cielo gris amenazante. Ensimismados como estaban, solo admiraban —o temían— el torreón que allí se erguía. Una verja mohosa y corroída les separaba de aquella construcción que muchos consideraban primigenia; un cobijo de aberraciones; un asilo de huraños; un palacio de tiranos.

El artífice de la idea se adelantó. El resto se quedó en la retaguardia, sin saber muy bien qué hacer. Tocó el candado que separaba aquel lugar del resto del mundo. No cedía. Lo golpeó con fingida valentía y con el vello erizado y la sien palpitando. Tampoco sucedió nada. Entonces se giró y solo alcanzó a ver una bicicleta verde que bajaba la cuesta y se perdía entre curvas. No pudo llegar hasta la suya para unirse a la retirada; el candado había caído y la curiosidad tiraba de él.

Empujó y entró con cautela. Sus pies pasaron del lodazal a una tierra llena de vegetación seca y gris. La neblina que levitaba sobre el terreno le abría paso y se cerraba tras él. Ya no olía a mar. En su lugar, un perfume de mil flores flotaba en el ambiente. Era dulce, vibrante y especiado, a pesar de que no había color alguno en aquella tierra, solo rosales viejísimos, mirtos secos y pinos sin acículas. Se encontró, un poco más adelante, con una fuente estancada. Era enorme, de mármol labrado y esculpida con divinidades olvidadas hacía ya milenios. Se quedó admirando todos los detalles, e incluso pudo llegar a escuchar el torrente de agua y palpar su humedad. Ahora solo un efluvio antiguo y pantanoso yacía en calma. Un tridente que en algún momento fue dorado le instó a continuar.

Así fue como llegó hasta el torreón. Su mera visión marcó un antes y un después en su retina. A pesar de que desde lejos se veía gris y maltratado por el tiempo, de cerca tenía otro aspecto. Todo el torreón estaba lleno de azulejos brillantes en tonos blancos, azules y amarillos. El cielo estaba encapotado, pero igualmente desprendía un brillo casi celestial. Fulguraba por sí solo. Parecía pertenecer a otro lugar o a otro mundo. Eso fue lo que pensó el chico que, plantado frente a la puerta, miraba hacia arriba a la vez que se arrancaba los padrastros. Una mala costumbre que tenía al pensar. No entendía aquel cambio en la arquitectura. Si hubiera estado su madre, le habría dado un golpe para que dejara de hacerlo. Pero ella no estaba allí, por eso siguió avanzando y entró por la puerta entreabierta.

Ruina y polvo. Eso fue lo que se encontró nada más adentrarse en el torreón. Parecía otro lugar, nada ver que ver con la belleza desprendía su fachada. Los muebles estaban corroídos y las sábanas que los cubrían tapaban el suelo con formas sinuosas. El mismo soplo de viento que cerró la puerta también le trajo de nuevo las palpitaciones. Miró hacia todos los lados, pero no había nadie. El flequillo se le estaba pegando a la frente. Quiso salir de allí. Ya podía contar la hazaña. Sus amigos le aclamarían; los adultos se asombrarían. Retrocedió lo andado, despacio.

No llegó a tocar la puerta. Unos golpes secos le dejaron paralizado. Venían de lo alto de la torre y bajaban retumbando por la escalera de caracol que recorría la estructura. Golpes rítmicos, golpes que hablaban por él y que le hicieron subir los escalones desgastados. Le incitaron a hacerlo. Con cada golpe subía un peldaño, y con cada golpe aumentaba su miedo. No sabía por qué hacía lo que estaba haciendo. Solo seguía a su cuerpo, organismo independiente que cumplía órdenes de una fuerza mayor. Conforme subía, se dio cuenta de que un quejido acompañaba a cada golpe. Era grave, carrasposo y afligido. Es un hombre, pensó. Hay un hombre al final de la escalera.

—Entra, chico. No te quedes ahí.

En medio de la habitación semiesférica un hombre sentado frente a un escritorio le daba la espalda. Le anonadaron las paredes, todas recubiertas de los mismos azulejos que había visto en la fachada. El juego de reflejos y sombras que creaban las velas era aterrador y bellísimo al mismo tiempo.

Llegó hasta el hombre y, en cuanto le vio la cara, cambió su percepción del lugar. Era la persona más anciana que jamás había visto, quizá la más anciana que cualquiera haya visto. Su cara estaba deformada por las arrugas, y del cuello le colgaba un pellejo que se movía con ligereza. Pero lo que hizo que dejara de tener miedo fue su mirada. El tiempo aún no la había borrado, y en ella se intuía una bondad milenaria y una soledad infinita. Sus ojos eran como un día de playa en agosto: azules, cálidos y joviales. Le transmitían calma y sosiego, y en ellos nadó largo rato, curioseando.

El anciano le observaba con curiosidad. En una mano sostenía una figura de madera, en la otra un pincel. El chico, más calmado, se fijó en aquello. Era una figurita de un pequeño camaleón, pintada en azul, blanco y amarillo.

—¿Qué te parece? Me ha llevado mucho tiempo hacerla. —dijo mientras la giraba para admirarla—. Pero estás de suerte, chico. Ya está terminada.

Dejó el pincel, cerró la mano y sopló. Un aliento gélido salió de su boca sin dientes. Era luminiscente y azulado. El fuego de las velas bailó con furia y la temperatura de la habitación descendió de repente. El anciano sonrío y, con delicadeza, puso su mano sobre la del niño. Al abrirla, el camaleón tricolor comenzó a moverse con lentitud.

Ambos estuvieron varias horas juntos. El viejo tenía cientos de figuras que el chico quiso ver, y el chico tenía una juventud que el viejo quiso saborear. Incluso recorrieron otras habitaciones, la mayoría de ellas escondidas, llenas de extraños y cobrizos artilugios. Pero llegó la noche, y el anciano se impacientó. Le temblaban las manos y la voz. Sus intensos ojos miraban hacia todos lados con alarma.

¡Vete, chico! ¡No puedes estar aquí de noche! Se apresuraron hacia la puerta entre suspiros. En el torreón solo se escuchaban sus prisas. El anciano le abrió la puerta, e inmediatamente la cerró. El chico corrió, corrió todo lo que pudo. Pasó al lado de la fuente, ahora iluminada por las estrellas, y siguió corriendo. Paró una vez estuvo fuera, más allá de la verja, en el camino embarrado. Estaba exhausto y tardó en recobrar el aliento. Al fondo de la colina distinguió la sombra del torreón. No vio azulejos ni encanto alguno. En su bolsillo, el camaleón se había convertido en un pequeño trozo astillado de madera inerte.

Estaba confundido, y por un momento se quedó plantado sobre su bicicleta, sin saber qué hacer ni qué pensar. Si hubiera mirado por última vez a la verja, si lo hubiera hecho, habría visto que el candado estaba en su sitio, y entonces eso le hubiera despejado las dudas sobre la magia antigua que acababa de presenciar.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *